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Capítulo X final

Todos los presenten aplaudían y daban vítores ante el insólito espectáculo acaecido y la fiesta que anunciaba el rey. Los cocineros reales no daban crédito a lo que habían visto. Resultaba evidente que era magia lo que hacía que una simple ración de sopa se multiplicara infinitamente para satisfacer a tantos como lo desearan. El cocinero jefe, quien aún no se había repuesto de su sonado ridículo tras el fracasado intento por cocinarla siguiendo la receta que Orial y Edith le habían dado, se mostraba sombrío y ajeno a la algarabía que reinaba en la sala tras el espectacular portento.

El rey, por su parte, enardecido por poder ofrecer algo tan inusitado y deseable a la vez a sus numerosos invitados, parecía feliz y no cesaba de acariciar las marmitas que contenían aquella maravilla. Cavilaba cómo podría servirse de semejante descubrimiento para convertirse en el rey más apreciado de cuantos habían sido. Si su pueblo podía comer hasta que se saciara la última boca, si de aquel mismo banquete podría brotar, sin fin, alimento para todos, sería el fin de las hambrunas y de las revueltas que traían consigo.

Mientras tanto, Edith y Orial se miraban de reojo buscando una manera de salir airosos de una situación que les había desbordado más allá de todo lo previsible. Sus aliados los nobles, socios de su moribundo negocio, quienes habían venido a denunciar a los ladrones apresados, procuraban ahora confundirse disimuladamente entre los invitados. Todos, menos el orgullosos duque, quien esperaba una nueva oportunidad para continuar con su alegato. Los  encadenados reos, a quien nadie parecía hacer el menor caso, atisbaban un porvenir algo más despejado, al menos mientras durara la fiesta.

– Repartid el contenido de esta olla entre los miembros de la corte aquí presentes – dijo el rey  -. No alcanzo a comprender el encantamiento que obra las mágicas virtudes de esta sopa pero a fe mía que lo aprovecharemos. Colmad los platos de cada uno de los presentes. Y en cuanto a vosotros – añadió dirigiéndose a Edith y Orial – espero que tengáis una buena explicación para este extraordinario suceso porque… 

– Majestad, disculpad – interrumpió el duque, quien se removía y agitaba sin cesar, lleno de ansiedad – permitidme recordaros que estábais juzgando los crímenes de estos malhechores …

– A su debido tiempo, duque, – dijo el rey en tono cortante – creo que a la luz de los acontecimientos comienzo a entender el verdadero alcance de vuestra denuncia… – el duque pareció satisfecho por el último comentario del rey y guardó silencio. El jefe de la cocina real carraspeó mientras hacía un leve gesto ante el rey solicitando la palabra. El rey le concedió la venia, no sin cierto gesto de desagrado.

– Majestad, teniendo en cuenta que  Edith y Orial, aquí presentes, han utilizado un ingrediente secreto en la cocina para la realización de esta sopa, ¿os puedo sugerir que les indaguéis sobre su naturaleza para poder completar adecuadamente la receta? Si no me equivoco, aún guardan en su faltriquera un pequeño odre con el brebaje en cuestión.

– Sea! ¡Mostrad a mi cocinero el ingrediente que ocultáis! Aunque sospecho que no nos hará falta, dada la mágica naturaleza de este exquisito caldo, no toleraré que ocultéis nada desoyendo mi encargo de instruir a mis cocineros.

En la sala se había hecho un repentino silencio ante el enojo que dejaba ver el monarca.

Orial, lamentando su suerte, extrajo resignado de entre sus ropas un diminuto recipiente, un pequeño tarro de arcilla, que cedió al jefe de la cocina real. Éste lo destapó y ,siguiendo los hábitos de su oficio, se lo llevó a la nariz para olerlo. Al hacerlo, su cara pareció cobrar un gesto triunfal y exclamó mientras esgrimía el tarro en su mano alzada:

– ¡Es la sopa! Majestad, este tarro sólo contiene una pequeña ración de la sopa mágica. ¡No existe más ingrediente que su propia sopa, de cuya fuente brotó la que ahora degustáis! 

– Gracias cocinero, te agradezco tu afán. Pero hace ya rato que he empezado a entender las razones de tanto desvarío como mostraba esta historia de robos y afrentas – el duque hizo ademán de solicitar la palabra pero el rey le hizo desistir con un gesto autoritario y contrariado – ¡Ahora lo entiendo todo! Excepto una cosa.

El rey miraba ahora a Edith y Orial, quienes a duras penas intentaban disimular su creciente temor.

– ¿Cuál es realmente el delito de estos desgraciados a quien habéis perseguido día y noche? 

– Majestad, nosotros vivimos de nuestra olla y nos hemos arruinado. Imaginaos las raciones que hemos dejado de vender. Cientos. Miles. ¡Nos han robado vilmente!

El rey había dejado a un lado su plato y se había levantado del trono. Con gesto adusto y pensativo se mesaba la barba mientras paseaba alrededor de la olla, mirándola como quien ve algo portentoso.

– Entonces, si vuestra olla suministraba sopa de modo infinito, fuera cual fuese la cantidad servida, si con ello no mermaba lo más mínimo, deduzco que nunca os faltaría comida en vuestra propia mesa. Decidme ¿me equivoco?

Edith y Orial, como todos los que llenaban la sala guradaban silencio. Algo había en la mirada y el tono del rey que imponía la máxima cautela a quien quisiera contradecirle.

– Siendo esto así – prosiguió el monarca – ¿cómo habéis osado hurtar al pueblo el tesoro que escondíais? Aún más – añadió irritado mirando al duque, quien bajaba la vista al suelo – os habéis permitido enriqueceros a costa del hambre de mis súbditos por disponer de una magia que hasta os ahorraba siquiera un pequeño gasto en cocinar – el rey daba grandes zancadas de un lado al otro de la sala – Os haría azotar y encerrar como merecéis si no fuera porque hoy es un día que quiero se recuerde con letras de oro en nuestros anales. ¡Soltad a los apresados!

Los reos, ahora liberados, apenas podían creer cómo había girado su suerte. Su tiempo de fugitivos tocaba a su fin. Como tocaba a su fin el lucrativo privilegio de sus enemigos.

Dirigiéndose al mayordomo, el rey solicitó la inmediata presencia del secretario y escribano del rey, quien debería anotar una nueva ley que se disponía a promulgar allí mismo y en ese mismo momento.

En adelante – comenzó a dictar ceremoniosamente el rey – toda magia que se halle o esté aún por hallar en mi reino, capaz de multiplicar cualquiera de los bienes que usualmente son limitados, será puesta bajo la protección real para el beneficio del pueblo. Será premiado quien descubra nuevos prodigios semejantes y castigado quien habiéndolos descubierto los oculte o quiera beneficiarse de ellos guardando para sí ese don impidiendo que algo valioso, pueda multiplicarse sin límite para el goce de todos.

Tras un breve instante de silencio, una salva de aplausos celebró lo que parecían ser nuevos y prometedores tiempos. El rey sonrió por fin, satisfecho.

Claro que no todos eran felices. Algunos habían perdido el poder de impedir a los demás poseer lo que ellos tenían.

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